Invierno. Sábado por la mañana. El cielo está cerrado de nubes, el sol ni se vislumbra y el cierzo provoca escalofríos en el más pintado de los transeúntes que recorre la calle Tudela con osadía, desafiando a los elementos.
Entramos en el José Luis a desayunar y, para nuestra sorpresa, a pesar de ser temprano, varios parroquianos han ocupado sus asientos de costumbre en la barra y en las mesas, cada uno en su sitio de siempre, mirando de reojo y con cierto desdén, como el perro que protege, desconfiado, la entrada a su cubil.
El José Luís es el bar taurino por antonomasia de la ciudad. De sus paredes cuelgan como trofeos de caza excelentes fotografías de toros y toreros, y de aficionados, buenos aficionados. También se pueden leer interesantes crónicas de faenas irrepetibles vistas en la plaza de toros de Alfaro y algún cartel antiguo que, por la importancia de los espadas anunciados, se ha convertido ya en incunable obra de arte y objeto de culto para muchos aficionados.
Una vez concluido el desayuno, viajamos a escasos kilómetros hasta el lugar en el que se celebraría el tentadero. Se trata de una población vecina, de fuerte raigambre taurina y cuna de toreros. A pesar de contar con una población no muy numerosa, posee una plaza de toros de buena construcción, recostada parcialmente sobre un muro natural hace más de sesenta años.
Aparcamos el coche. A pesar de ser algo más de las diez y media de la mañana, el ambiente no invita al optimismo y nos enfundamos en nuestros abrigos para capear el frío ribero que recorre silencioso el parque que se abre frente a la plaza de toros envuelto en una corriente de aire nerviosa y juguetona.
De repente, un vehículo se adentra en el parque, pasa a nuestro lado y su conductor nos saluda amablemente. Ya desde lejos, su porte delata al chófer: postura estirada de hidalgas reminiscencias, mirada segura que busca controlar todo cuanto está a su alcance y rostro enjuto pero sereno. Es un torero. Es Diego Urdiales.
Al tiempo que se da salida a la primera de las eralas, las nubes se estiran y permiten que se cuele algún rayo de sol que entinta el cemento de la plaza de un gris perlado que da calidez al entorno.
Destacan por su juego la primera erala y el primer eral, a pesar de que en los primeros lances no se acoplan al dictado del torero. Sin embargo, Diego demuestra que la temporada del año pasado no fue una casualidad y los va sometiendo, muletazo a muletazo, hasta que se hace con ellos. A partir de entonces, podemos apreciar el significado de la hondura y la expresión con cada pase del torero, cada vez más templados, llevándolos lejos embebidos en una muleta que maneja con la elegancia del toreo antiguo. Además, para nuestra sorpresa, Diego nos muestra una mejora con la mano izquierda, mostrándose mucho más seguro y consiguiendo unos muletazos que nos hacen saltar en el callejón.
Se nota que hay muchas horas de trabajo tras el cadencioso y preciso vuelo de la muleta al natural y dan buena muestra de que es un torero inconformista, que siempre busca más, mejorar día a día y seguir creciendo desde una humildad innata que le garantiza tener los pies en la tierra para enfrentarse a un futuro que no se presenta con la justicia debida.
La sensación de frío ha desaparecido completamente, ya casi ni recuerdo qué síntomas produce. Es la grandeza del arte de los toros, que a través de calentar el alma, calienta el estado del ánimo y abriga el cuerpo.
Finalizado el tentadero, nos marchamos con ganas de ver más, con esa sensación almibarada en el paladar de quién es tentado a través de los sentidos y se siente a gusto en ese juego. Nos despedimos de Diego y su gente y le deseamos un poco de suerte para la temporada. Es lo único que va a necesitar para triunfar.
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