Creí que nunca llegaría a sentarme, un día como hoy, a escribir lo que continúa. Creí que jamás llegaría el día en el que unas letras tendrían un sabor tan amargo que, al atravesar mis retinas y ser interpretadas por mi cerebro, a pesar de darles vueltas, una y otra vez, tratando de hallarle justificación, me produjesen un dolor tan lacerante que abriese en mi yo más personal e íntimo, ese que encierra mis esencias como persona que camina y confluye en la senda vital con otros tantos como yo, que guarda mis sueños y mis principios forjados al calor de la llama viva de una educación a todas luces sana y tolerante, una profunda herida que tardará en cerrarse, que supura impotencia ante el dardo de la intransigencia, que clama respeto para las distintas visiones, todas, de un mismo mundo.
Pero hoy es ese día. Un día aciago y de perfil bajo en el que unos políticos más preocupados por acabar con lo que cualquiera de nuestros sentidos asocie con España que por terminar, entre otros problemas, con el paro, las preocupantes listas de espera de los hospitales, o la corrupción política en la que se bañan presuntamente todos ellos sin excepción. Unos señores que andan sumidos en una disparatada manifestación de reafirmación de su identidad que consiste en pasar por encima de la de los que no se amparen bajo su mismo paraguas moral, relegando a galeras a quienes disientan de sus conceptos de sociedad, como si sólo existiese y tuviese cabida una, la suya, incapaces de asimilar que existen tantas sociedades como individuos puedan conformarla. Estos injertadores de dogmas a la fuerza, que olvidan que la base de una democracia es el respeto de la decisión de las mayorías pero preservando siempre a las minorías, olvidan descaradamente que existen personas que, a pesar de no pensar como ellos, quieren ver corridas de toros; que se emocionan al ver la lucha entre el hombre y la bestia, entre la razón y la fuerza; que no tienen ningún pudor en reconocer que aman ese noble arte en el que toro y torero se disputan la supervivencia, siempre de frente, siempre entregados; que soportan con estoicidad los envites de los intransigentes sin presentar batalla, pues saben que jamás podrán hacer llegar a entender el por qué de su afición, aunque sea levemente, a quien no quiere escuchar; que entienden que la fiesta, si a de morir, debería encontrar verdugo en el desinterés de los públicos y no más allá, lejos de intereses políticos coyunturales.
Todo este asunto huele a humedad de templo añejo, a rincón oscuro de sacristía, a comportamientos inquisidores que velan por la guarda de la Verdad, a conciliábulo alevoso para imponer un credo que derive en una masa social compacta, manejable, frívola, callada, fácilmente gobernable, difícilmente respondona, universalmente confesa de su fe, talibanizada y belicosa frente al disidente.
Señores políticos, ustedes representan al ilustre, noble y respetadísimo pueblo catalán, morador de unas tierras singulares, únicas e inacabablemente bellas. Cataluña es una región que siempre se ha caracterizado por la defensa de las libertades cuando éstas se veían amenazadas seriamente, cuando el brazo del dictador aún firmaba sentencias de muerte. Por eso, me resulta inconcebible que ustedes no estén a la altura de los cientos de miles de personas a los que representan, de la Historia que les contempla y que, a buen seguro, les juzgará como merecen. Sólo ella les quitará o les dará la razón pero no olviden que, con cada prohibición que se dicta, todos somos un poco menos libres.
Lo más fácil será siempre imponer la mayoría a la fuerza, aunque sea legítima; lo loable y digno de admiración será que, estando en posesión de dicha mayoría, se sea capaz de alcanzar acuerdos consensuados para no borrar del lienzo una pincelada que no nos gusta, para no acabar con esa minoría molesta pero real que existe, y como tal debería respetarse siempre.
Pero hoy es ese día. Un día aciago y de perfil bajo en el que unos políticos más preocupados por acabar con lo que cualquiera de nuestros sentidos asocie con España que por terminar, entre otros problemas, con el paro, las preocupantes listas de espera de los hospitales, o la corrupción política en la que se bañan presuntamente todos ellos sin excepción. Unos señores que andan sumidos en una disparatada manifestación de reafirmación de su identidad que consiste en pasar por encima de la de los que no se amparen bajo su mismo paraguas moral, relegando a galeras a quienes disientan de sus conceptos de sociedad, como si sólo existiese y tuviese cabida una, la suya, incapaces de asimilar que existen tantas sociedades como individuos puedan conformarla. Estos injertadores de dogmas a la fuerza, que olvidan que la base de una democracia es el respeto de la decisión de las mayorías pero preservando siempre a las minorías, olvidan descaradamente que existen personas que, a pesar de no pensar como ellos, quieren ver corridas de toros; que se emocionan al ver la lucha entre el hombre y la bestia, entre la razón y la fuerza; que no tienen ningún pudor en reconocer que aman ese noble arte en el que toro y torero se disputan la supervivencia, siempre de frente, siempre entregados; que soportan con estoicidad los envites de los intransigentes sin presentar batalla, pues saben que jamás podrán hacer llegar a entender el por qué de su afición, aunque sea levemente, a quien no quiere escuchar; que entienden que la fiesta, si a de morir, debería encontrar verdugo en el desinterés de los públicos y no más allá, lejos de intereses políticos coyunturales.
Todo este asunto huele a humedad de templo añejo, a rincón oscuro de sacristía, a comportamientos inquisidores que velan por la guarda de la Verdad, a conciliábulo alevoso para imponer un credo que derive en una masa social compacta, manejable, frívola, callada, fácilmente gobernable, difícilmente respondona, universalmente confesa de su fe, talibanizada y belicosa frente al disidente.
Señores políticos, ustedes representan al ilustre, noble y respetadísimo pueblo catalán, morador de unas tierras singulares, únicas e inacabablemente bellas. Cataluña es una región que siempre se ha caracterizado por la defensa de las libertades cuando éstas se veían amenazadas seriamente, cuando el brazo del dictador aún firmaba sentencias de muerte. Por eso, me resulta inconcebible que ustedes no estén a la altura de los cientos de miles de personas a los que representan, de la Historia que les contempla y que, a buen seguro, les juzgará como merecen. Sólo ella les quitará o les dará la razón pero no olviden que, con cada prohibición que se dicta, todos somos un poco menos libres.
Lo más fácil será siempre imponer la mayoría a la fuerza, aunque sea legítima; lo loable y digno de admiración será que, estando en posesión de dicha mayoría, se sea capaz de alcanzar acuerdos consensuados para no borrar del lienzo una pincelada que no nos gusta, para no acabar con esa minoría molesta pero real que existe, y como tal debería respetarse siempre.
¿También querrán callarnos cuando nos manifestemos por nuestra disconformidad?
Hay que hacer algo... no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
ResponderEliminarEstupenda reflexión.
NO soy taurina, pero no soy anti taurina, solo soy amante de la libertad y el respeto...en esta decisión ambos conceptos han brilado por su ausencia. ¿ Que será lo próximo? miedo me da pensarlo....
ResponderEliminarUn texto estupendo y una reflexion para no dejar pasar por alto, que bien lo has explicado. Te quiero tete.
Al que realmente le gusta prohibir es a este gobierno socialista de Zapatero, prohibieron el tabaco, prohibieron los botellones, y ahora prohiben el toreo. Esto con Franco no pasaba.
ResponderEliminarARRIBA ESPAÑA.
Al que realmente le gusta prohibir es a este gobierno socialista de Zapatero, prohibieron el tabaco, prohibieron los botellones, y ahora prohiben el toreo. Esto con Franco no pasaba.
ResponderEliminarARRIBA ESPAÑA.