El Zapato de Plata es, o debería ser, un acontecimiento de lo más importante entre todos aquellos chavales que se sientan toreros y tengan la intención de llegar a serlo o, si acaso, de poder tocar con la yema de sus dedos el agradable sabor del triunfo que supone desorejar a un toro y poner los tendidos patas arriba con la única ayuda de un pedazo de tela.
Desde siempre, en mi imaginario personal, he creído que, al igual que sucede en el caso de otros artistas, estos chavales sueñan torear mucho antes de enfundarse un traje de luces, todavía antes que torear de salón al calor de un hogar en invierno.
Esto, unido al deseo de agradar y de compensar con ganas las deficiencias técnicas que se van adquiriendo con la experiencia, deberían ser los dos pilares fundamentales sobre los que descansase todo proyecto de torero imberbe.
Sin embargo, en la tarde del 21 de marzo, pude comprobar con tristeza que las cosas del toreo moderno no siempre pasan por donde a uno le gustaría. Sin entrar en detalles personales, eché en falta la ilusión por conseguir templar al público, por asir con decisión todas las suertes -banderillas incluídas-, incluso alguna que otra voltereta o paseo a rastras por el albero como consecuencia de una desmedida ambición torera.
Mi principal intención cuando acudo a una novillada sin picadores no es la de encontrar allí a un nuevo José Tomás -que tampoco lo descarto, a nadie le amarga un dulce- o un Enrique Ponce que apabuye al personal con un despliege infinito de técnica depurada. Lo único que pretendo es contagiarme por las ganas que se le presuponen a la juventud y tratar de ver a unos chavales que aman una profesión que va más allá de lo que se ve, que traspasa los sentidos y acaricia las esencias humanas.
Destacaría la labor del que, a la postre y sin cortar ninguna oreja, fue el ganador del Zapato de Plata, galardón que le hace merecedor de un hueco en la novillada más importante del mundo, la Feria del Zapato de Oro. Este chico, José Miguel Valiente, cuajó la mejor de las faenas, destacando unos naturales que llegaron a los tendidos por su clase y estética.
Quién sí cortó una oreja fue Manuel Rodriguez pero el jurado estimó que su faena fue de mucho menor bagaje por sus escasas tablas. Manuel acudió a recibir a su enemigo a portagayola, se envalentonó para poner banderillas y fue el único que siguió el guión de su papel. Está falto de muchas condiciones, pero las ganas le sobraron.
Finalmente, me gustaría hacer mención sobre el chaval que más valor y arrojo derrochó en el coso arnedano. Juan Sarrión demostró ser el más osado al pisar lugares que ninguno de sus compañeros se atrevieron ni siquiera a oler -algunos más empeñados en poses que en otra cosa- pero dejó entrever que le falta esa preparación mental para poderle al toro y saber qué hacer con él en cada momento.
Y es que, como decía mi abuelo, es la inteligencia y no el valor la que nos hace hombres.
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