Barcelona se vistió de fiesta, se puso sus mejores galas y esperó paciente, sentada en un banco de la Carrer de la Marina, la calle donde conviven en perfecta armonía estilos muy diferentes de arte, el sacro del Templo de la Expiación de Gaudí y el taurómaco de la Monumental, la llegada de su amado, de aquel hombre de figura enjuta y alma viva, con el que mantiene un idilio especial, un amor pasional, de arrebatos, de latidos acompasados y pulsaciones in crescendo, hasta alcanzar el cenit de la gloria, el clímax de la pasión.
José Tomás regresó a Barcelona, con el más difícil todavía, pues los toros, además de sentimiento, también es espectáculo que suscita un interés de masas, le pese a quien le pese.
Saltó al ruedo con paso firme, la mirada perdida en el albero, el aplauso uniforme y entregado de un público deseoso de ver a su torero. Montera en mano, saludó a los tendidos, agradeció su cariño y su presencia, sobre todo su presencia, porque aquella tarde era mucho más que una encerrona con seis toros. Su importancia trascendía el cemento, las andanadas y los aleros de la plaza, se rebosaba sobre la cubierta y se extendía, impasible, inundando toda la ciudad. La Barcelona real, la de la gente de a pie, con su gesto, pedía un NO rotundo a las prohibiciones y clamaba reivindicando un respeto que no se le tiene y una libertad que se le quiere cercenar. Los otros, los que se pelean entre sí por los segundos residuales de los informativos nacionales, enviaron a sus facciones más radicales, no más de treinta -cosas de la crisis, que llega a todos los recovecos, por oscuros que sean- a insultar y amenazar a unas personas que habían cometido el único pecado de elegir libremente, mediante el pago de una localidad, de acudir a un espectáculo organizado por una empresa privada.
José Tomás toreó entregado en cada toro, sin reservarse el esfuerzo, tratando de agradar al público, al de andanada de sol y al de los 6.480 € de sombra, poniendo en juego su vida como quien lanza los dados sobre un tapete, con una indiferencia insultante que apabulla y que, a la vez, causa admiración. Demostró haber depurado la técnica, desplegó un repertorio variado y brillante del manejo de las telas, quedando para el recuerdo gaoneras, largas cambiadas a cámara lenta, estatuarios de infarto, muletazos enroscados a la cintura,... No se libró de la cogida de alguno de los bureles, la más fea la del segundo de la tarde, un toro peligroso que le buscaba el cuerpo y que finalmente lo encontró, lanzándole al cielo de una certera embestida. Pero no se arrugó el torero, impuso la ley de su muleta y acabó doblegándolo a su voluntad, creando la mejor de las faenas que se pudieron ver en el coso barcelonés, por su dificultad, por su valor y su perseverancia en hacer entrar en el juego a un toro por el que nadie daba un duro.
Finalizada la corrida, y a pesar de que quizá faltó un toro de verdadero triunfo, la sensación que te queda tras ver al diestro de Galapagar es que es un torero diferente, dífícilmente clasificable, que torea para sí mismo, quizá ahí radique su secreto. Un torero que, cuando tiene delante al toro se olvida de su cuerpo, sólo funciona su cabeza y sus brazos en una entrega completa para poner de manifiesto su concepto sobre la lidia y explicar el por qué de su condición de torero total.
Saltó al ruedo con paso firme, la mirada perdida en el albero, el aplauso uniforme y entregado de un público deseoso de ver a su torero. Montera en mano, saludó a los tendidos, agradeció su cariño y su presencia, sobre todo su presencia, porque aquella tarde era mucho más que una encerrona con seis toros. Su importancia trascendía el cemento, las andanadas y los aleros de la plaza, se rebosaba sobre la cubierta y se extendía, impasible, inundando toda la ciudad. La Barcelona real, la de la gente de a pie, con su gesto, pedía un NO rotundo a las prohibiciones y clamaba reivindicando un respeto que no se le tiene y una libertad que se le quiere cercenar. Los otros, los que se pelean entre sí por los segundos residuales de los informativos nacionales, enviaron a sus facciones más radicales, no más de treinta -cosas de la crisis, que llega a todos los recovecos, por oscuros que sean- a insultar y amenazar a unas personas que habían cometido el único pecado de elegir libremente, mediante el pago de una localidad, de acudir a un espectáculo organizado por una empresa privada.
José Tomás toreó entregado en cada toro, sin reservarse el esfuerzo, tratando de agradar al público, al de andanada de sol y al de los 6.480 € de sombra, poniendo en juego su vida como quien lanza los dados sobre un tapete, con una indiferencia insultante que apabulla y que, a la vez, causa admiración. Demostró haber depurado la técnica, desplegó un repertorio variado y brillante del manejo de las telas, quedando para el recuerdo gaoneras, largas cambiadas a cámara lenta, estatuarios de infarto, muletazos enroscados a la cintura,... No se libró de la cogida de alguno de los bureles, la más fea la del segundo de la tarde, un toro peligroso que le buscaba el cuerpo y que finalmente lo encontró, lanzándole al cielo de una certera embestida. Pero no se arrugó el torero, impuso la ley de su muleta y acabó doblegándolo a su voluntad, creando la mejor de las faenas que se pudieron ver en el coso barcelonés, por su dificultad, por su valor y su perseverancia en hacer entrar en el juego a un toro por el que nadie daba un duro.
Finalizada la corrida, y a pesar de que quizá faltó un toro de verdadero triunfo, la sensación que te queda tras ver al diestro de Galapagar es que es un torero diferente, dífícilmente clasificable, que torea para sí mismo, quizá ahí radique su secreto. Un torero que, cuando tiene delante al toro se olvida de su cuerpo, sólo funciona su cabeza y sus brazos en una entrega completa para poner de manifiesto su concepto sobre la lidia y explicar el por qué de su condición de torero total.
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