22/8/10

Atraco a las 6.30

Imagínense pasear por las calles de su ciudad al mediodía, cuando el sol se abrocha a las techumbres del horizonte para ejercer su dominio y calentar el asfalto sobre el que transitamos los tristes mortales. Imagínense que, en una de esas paradas que efectuamos buscando un hilo de sombra bajo el que cobijarnos para tomar aire, encontramos un cartel encolado que nos anuncia el próximo festival de conciertos de varias bandas de rock. Imagínense que los grupos que componen el cartel les resultan atractivos y que deciden acudir a pagar su entrada en uno de los puntos de venta para asegurarse la asistencia. Imagínense que la noche del festival, ustedes salen de casa con sus vaqueros negros desgastados y su camiseta de su grupo favorito enfundada sobre su torso, albergando una esperanza y una ilusión, confiando en disfrutar del espectáculo que le garantizan los grupos anunciados. Sigan imaginando entonces que, al llegar al interior del recinto, una plaza de toros por ejemplo, comprobada su versatilidad para albergar espectáculos de toda índole más allá de lo puramente taurino, comienzan a desfilar por el escenario, en lugar de Mago de Oz, Tierra Santa o Warcry, toda una retahíla de triunfitos pasados por la molienda de la mercadotecnia, esa que no respeta nada ni a nadie. No les resultará fácil de imaginar entonces, a esas alturas del panorama, la cara de tonto dibujada en los rostros, destacando la O del famoso canuto que ni el tonto sabe trazar, bocatubo; el gesto del que se siente despojado de sus ilusiones, engañado y atracado. Algo arde en las entrañas, un no se qué se revuelve en el estómago, la decepción y la impotencia se apodera del estado de ánimo. Con el paso de los minutos, degenera en rabia y mala sangre. El disgusto no lo frena ya ni Michael Jackson renacido para la ocasión.

Pues bien, el pasado 16 de agosto en la Plaza de Toros de Alfaro sucedió exactamente eso: un atraco en toda regla a todos los aficionados que acudieron al coso alfareño dispuestos a disfrutar de la primera de las tardes de su feria y que, ya en el tercer toro, era incapaz de contener la furia y el descontento que había hecho hilo en los tendidos. La afición de Alfaro dijo basta y se reveló contra aquellos que, sin portar pancartas separatistas, sin proclamar soflamas en contra del maltrato animal, se están cargando la fiesta. Con individuos como estos, que afeitan (presuntamente) con descaro a los toros arrebatándoles sus armas y mermándoles su integridad, que se niegan a lidiar determinados astados por presunta fiereza, que omiten ejercer la autoridad que se les atribuye y por la que se les paga, en unos cuantos años las corridas de toros perderán el atractivo que han suscitado desde hace siglos: el basado en el valor, el pundonor y el terror que inflinge la sola estampa de un toro bravo en los tendidos. Con personas como estas dominando el negocio del toro, no harán falta prohibidores de escaño y coche oficial para acabar con una de las expresiones artísticas más emotivas que existen.


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